Durante la ultima semana decidí desprenderme momentáneamente de mi smartphone. Para quienes no estén introducidos en estas materias, hablamos de celulares con sistemas operativos, verdaderos computadores de bolsillo. Por supuesto, con capacidad para conectarse a Internet (el invento más importante de los últimos cincuenta años). Durante 48 horas estuve separado de mi móvil. Fueron 48 horas de angustia y relajo, aunque sea contradictorio.
Angustia porque me encontraba inubicable, nadie podía saber dónde estaba, qué hacia, mucho menos llamarme. Pude comprender lo indispensable que resulta estar siempre “conectado”. En las horas de ausencia de mi smartphone, acudí a una cita. Rogaba que la persona citada cumpliera su compromiso, rogara fuera puntual. Mientras me desplazaba en locomoción colectiva no tenía noción de la hora. Todo era confuso, inseguro, un caos.
Por otro lado, nunca había sentido tanta delicia por el momento, el presente se me impuso como una realidad envolvente, me sumí en la maravilla del ahora, el tiempo y el espacio era solo el vivido. Por ejemplo, mientras conversaba en mi cita, no podía mirar el celular para ver el último comentario publicado, la concentración resultó total; el viaje en locomoción significo ocasión para pensar en mí o simplemente leer aquel libro de poemas que jamas hubiera sacado de mi casa.
De alguna forma comprendí que estamos sumidos en una dependencia tecnológica e informática muchas veces nociva. Por cierto, no estoy en contra del progreso tecnológico, no intento sugerir un neo ludismo, aquello hace rato perdió la batalla de la historia. La tecnología es indispensables, no hay duda, mejora nuestra calidad de vida, es capaz de conectarnos y organizarnos. Democratiza el poder y la información. Nos alimenta y nos transporta.
Sin embargo, es lúcido comprender que existen necesidades enteramente sugestionadas, la hiper conexión es una de ellas. El problema no es estar informado o comunicado virtualmente, el problema es cuando esta necesidad desahucia otros tipos de contactos. No puede ser que el mundo virtual fagocite al mundo real. No puede ser que la necesidad de conectarnos con los otros nos imposibilite conectarnos con nosotros mismos.
No debemos rechazar la tecnología, pero su costo no debiera ser deshumanizarnos. Esa es precisamente la línea que no deberíamos cruzar jamas.
Hay dimensiones de la existencia que no se consiguen con la tecnología y la información (llamadas TICs). Hacer deporte, pensar en Dios (o en su inexistencia), conversar personalmente con alguien, amar o simplemente pasear desprevenidamente por la calle son virtudes que nos humanizan, nos hacen bien. Recordemos que hace cincuenta años no existía Internet y las personas perfectamente podían ser felices y vivir una vida plena.
A veces puede ocurrir que la sobre estipulación de información, elemento propio de las tecnologías virtuales, termine por abrumarnos sin disfrutar cabalmente nada, sensación agustiante, como la que se experimenta cuando coinciden dos buenas películas a la misma hora, el mismo día, pero en canales distintos, terminamos viendo una y la otra, pero al final, no vemos ninguna.
* Profesor. Vive en Maipú.
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