Por Marco Barros
Cuenta una historia muy cercana a los días finales del Mesías, a propósito de estos tiempos de recogimiento, sobre un grupo de diez leprosos, despreciados y repudiados por su condición, mal llamados pecadores, debido a que en aquella época los sacerdotes encargados de velar por el cumplimiento de las ordenanzas divinas dictaminaban sus propias reglas y condenaban a estos infectados que además de cargar con esta horrible enfermedad debían vivir con el estigma y el menosprecio asociado a la culpa de su padecimiento, que se atribuía a algún pecado horrible supuestamente cometido por ellos o por sus padres, y a modo de condena purgaban esta calamidad, es extraño que, de quienes debieran recibir el apoyo moral, emocional y espiritual, solo recibían repudio y menosprecio.
Tiempo después, durante la edad media, existía una formación urbana que se establecía fuera de los muros de la ciudad, a la salida de las grandes puertas, en los caminos, a las afueras de los monasterios, entendiendo a los monasterios como anacoretas dedicados a la contemplación de lo Divino, estos despreciados de la “sociedad” solo cuando se transformaban en un gran número, la ciudad extendía sus muros y los hacía parte de ella, a estos sectores les llamaban “suburbios” (pobres y marginados) pero no dejaban de ser asentamientos en los mismos lugares y con las mismas carencias, entonces este reconocimiento solo era la excusa para mantener el control legal, político y religioso, donde se persiguió a aquellos que no se sometían a lo dictaminado en la época, por lo que se volvían a levantar nuevos asentamientos en las afuera de esta ciudad y se repetiría la misma historia una y otra vez.
Al igual que sucedió en la edad media, hace mil años, hoy siguen ocurriendo, las mismas necesidades, las mismas precariedades, los mismos dolores y los mismos deseos frustrados por salir de la angustia de no poder quebrar la mano del futuro escrito con fuego en la frente de cada uno de los despreciados de esta sociedad, que anhelan con desesperación una oportunidad, un alivio a esta espera interminable llena de promesas con distintos olores, colores y banderas que pretenden fugazmente nublar la vista de los esperanzados para que no puedan ver el paso de las horas que se transforman en años hasta agotar toda esperanza.
Hoy, en medio de la era de las comunicaciones, completamente digitalizados, seguimos mirando a través de nuestras pequeñas pantallas encantados por una realidad virtual sin levantar nuestra mirada para ver el fuerte y cruel escenario que nos rodea al abrir nuestras ventanas, podemos incluso como escribiera un amigo, sentir el olor a humo de la leña y los neumáticos que nos recuerda que nos debemos encerrar nuevamente para no sentir el mal olor de la pobreza y la realidad. La invitación en esta época de reflexión es poder hacer carne lo que profesamos a través de la “Fe”, que desde su origen en el hebreo “emuná” no es una estrategia para manipular a los incautos o las personas que son incapaces de pensar por sí mismas, más bien es una percepción de la trascendencia de la verdad y la razón que, lejos de evadirla, nos invita a ser sabios y entendidos en todo conocimiento. La definición de la “emuná” señala que la “Fe” es un entrenamiento permanente entregando parte de sí mismo, con el propósito de ayudar al prójimo, el Nazareno no dudó en entregarse por entero en respuesta al anhelo de los leprosos de Jerusalén, de este modo nos marcó un camino que no es tan lejano, para no olvidarnos de ellos, los enfermos, los despreciados y los desamparados.
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Profesor. Magíster en Gestión y Currículum.