El problema del oficialismo no es la tentación de algunos de querer imponer criterios dentro de la Nueva Mayoría, sino precisamente lo contrario, es la falta de hegemonía política y programática, pese a que sus siete partidos con asiento en el Parlamento y la Presidenta Michelle Bachelet, conquistaron un respaldo electoral sin precedentes.
Es desde luego sintomático de la actual crisis de representación de nuestra democracia, que el salto de conciencia experimentado por el país el año 2011, y que logró imponer en la cultura política nacional el valor de la educación como un derecho superior a un puro bien de mercado, no tenga un liderazgo colectivo claro. Esto, habida cuenta que en los años noventa fue la Democracia Cristiana quien manejó el timón de la llamada política de los consensos, la misma que perfiló la estrategia de la ruptura con la dictadura y trazó el curso a seguir por los gobiernos de los presidentes Aylwin y Frei.
Por entonces la DC fue capaz de construir una hegemonía transversal a los partidos de la coalición y que, con el correr de los años, daría origen a una de las dos almas de la Concertación: la de los autocomplacientes. Así como durante la pasada década fue el eje DC-PS quien llevó a cabo el cierre de la transición democrática al darles sustentabilidad y cohesión a los gobiernos de los presidentes Lagos y Bachelet. La nueva hegemonía sellada en la ciudad de Concepción por los timoneles de los partidos democratacristiano y socialista, Soledad Alvear y Camilo Escalona, permitió concluir la administración de la presidenta Bachelet, ordenar la segunda postulación a La Moneda del ex presidente Frei y, al calor de las jornadas de movilización y protesta social del año 2011, elaborar la crisis terminal del conglomerado.
Pero la Nueva Mayoría no tiene un motor de partida, una fuerza propulsora que active las sinergias de todas sus colectividades. A falta de esta hegemonía, invariablemente acaba primando en ella un fatal equilibrio de vetos, de impedimentos y dificultades, que amenaza con neutralizar y dejar sin efecto su voluntad de cambios.
Pero no sólo no existe una fuerza principal, sino que no se puede ni se quiere una conducción nítida y estable. En reiteradas ocasiones se ha dicho que la Nueva Mayoría no es una coalición, sino un acuerdo, de ahí que el mejor reflejo de su transitoriedad estaría dado por su huidiza vocería. Se ha insistido asimismo que el programa de gobierno es común a todos, pero sólo hasta el momento en que hacen su aparición los matices y los instrumentos. Luego, como todo es susceptible de debate, el programa sólo puede ser común a todos en la medida que consigue sortear los reparos de todos. Por cierto, las observaciones más relevantes son las que se expresan en la Cámara de Diputados y en el Senado, como corresponde hacerlo en las democracias de las instituciones. Sin embargo, tampoco es en las instituciones representativas donde se enmiendan los más importantes puntos del programa, sino fuera de ellas, en las esferas privadas, y no con todos los partidos, sino sólo con algunos. A estas alturas del proceso ha quedado oscurecida la legitimidad de origen de dicho programa, es decir, aquel 62 por ciento de apoyo con que el soberano y constituyente refrendó a Bachelet en las urnas.
No es pues por exceso de hegemonía, sino por carencia de ella, que escasean la lealtad, la disciplina y el respeto hacia los aliados en el seno de la Nueva Mayoría. Y, quiérase o no, el hecho crucial que marca la diferencia en el actual sistema de coaliciones es la paulatina pérdida de gravitación de la Democracia Cristiana como fuerza articuladora de la política democrática y republicana que tenemos. Hace un cuarto de siglo la DC dominaba la tercera parte del Congreso, lo cual le confería una autoridad indiscutida; hoy, apenas ocupa el 17 por ciento de los asientos parlamentarios y la condición privilegiada de ser primus inter pares, primera entre iguales.
Las causas de la pérdida de influencia y coherencia democratacristianas son estructurales y universales. Tanto en Europa como en América Latina están desapareciendo las clases medias y populares, especialmente los sectores campesinos, que dieron sustento social y electoral a los partidos democratacristianos. La vida rural, otrora fuertemente penetrada por la religiosidad y por la acción social de la Iglesia, ha sido transformada dramáticamente por los efectos combinados de la urbanización, la secularización y la modernización tecnológica, al punto que los campesinos de la Reforma Agraria, los muchachos de la Patria Joven y los profesionales de la Revolución en Libertad, hoy sólo son una memoria, y muchas veces una memoria sin registro histórico.
Atrás, muy atrás, han quedado la Guerra Fría, los fascismos, los totalitarismos y los regímenes de fuerza que en todo el mundo le dieron sentido, viabilidad y vigencia a los programas democratacristianos de emancipación. Y sobre aquel fondo ya brumoso y desdibujado, la iglesia Católica, leal aliada de las luchas de liberación del movimiento popular, hoy pierde fieles y adhesión política, y se queda sin margen para desplegar lo que vendría a ser el uso de un recurso extremo: un nuevo combate moral y cultural.
Ningún democratacristiano sensato pensaría un segundo en alzar las banderas del integrismo católico contra Bachelet —como lo hizo al modo de una cruzada refundacional la derecha española contra Rodríguez Zapatero—, para defender de una amenaza inexistente la libertad de enseñanza o el derecho a la vida. Ningún democratacristiano convencido de las profundas injusticias sociales de larga data en el país, exaltaría cual modelo a imitar el centro político, consensual y pragmático de la CDU alemana, que podrá servir para conciliar a católicos y protestantes, pero difícilmente para superar las luchas de clases y de nacionalidades que se libran en Chile. Y ningún democratacristiano que haya visto caer el muro de Berlín y la I República italiana, buscaría perfilar su identidad política por oposición a los comunistas, después de haber llegado a gobernar con los comunistas.
Los democratacristianos saben que el poder de veto nunca ha sido una opción política fructífera ni de largo aliento. Saben que en una tradición de profundas raíces doctrinarias e ideológicas, como la legada por Frei, Leighton, Tomic y Palma, el imperativo moral de la acción política es comprometerse y abrir caminos de diálogo y de colaboración. Y saben que cuando la Falange Nacional se vio enfrentada a un trance semejante, entonces fundó el Partido Demócrata Cristiano.
[Imagen: Michelle Bachelet junto a sus ministros y parlamentarios de la Nueva Mayoría | (CC) Gobierno de Chile].
Doctor en Ciencias Políticas y Sociología, U. Complutense de Madrid. Ha sido director de la División de Relaciones Políticas e Institucionales del Ministerio Secretaría General de la Presidencia y asesor legislativo del Senado de la República. Académico de la USACH. Miembro de la Comisión VI Congreso del Partido Demócrata Cristiano y autor del libro “La Democracia Cristiana y el crepúsculo del Chile popular”.
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