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María Delfina Vergara. Parte II.

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El “Mata veinte”.

De una casa próxima iba hasta la de María Delfina el apodado “Mata veinte”: “… Cómo sería de malo —sonríe ella—. Ellos vivían arriba, en Las Heras. Más cerca de Libertad que de avenida Chile. Entonces los días martes, él iba a la casa; iba a preguntar, porque iban a buscar la comida que quedaba de la noche. No se botaba. Nada se botaba. Entonces ellos la iban a buscar para servírselas en su almuerzo”.

Cierto día, de vuelta de hacer unas compras que su madre le encargó, María Delfina se halló frente al “Mata veinte”. “Oye, me dijo: ¿Hicieron tillirines hoy día?”. “Sí, le dije yo. Y sacó una enorme bicha —culebra—. Porque en las toscas y en la sílica habían muchas bichas, y me la enrolló en el cuello. Yo quedé paralizada. Porque yo tenía terror a gritar porque me imaginaba que ella, al abrir la boca, se iba a entrar adentro de mi boca…”. “Era muy fría, y suavecita, y se daba vueltas y vueltas en mi cuello. De ahí me miraba así… De repente sacaba una lengüeta (…), y se le recogía en dos cositas. Unos ojos amarillos que no voy a olvidar nunca, que no pestañeaban porque no tenían pestañas parece. Y me miraban cerquita así…”. “Hasta que llegó una señora, la señora Blanca Villegas. Y ella con un saco blanco que trae en las manos la tomó y la tiró lejos”.

El “Mata veinte” se reía. Nunca supo su nombre, María Delfina. Enfoca con sus ojos una presencia inmaterial: “Era un niño delgado, de mirada bien penetrante así… Tiene que haber tenido algunos catorce años yo creo”. “Pero de ahí yo gritaba día y noche después —continúa—. Día y noche, día y noche”. “Me llevaron donde un señor, que tal vez los carabineros antiguos, antiguos, se acuerdan de él. Se llamaba Pedro Consuegra. Ese señor lo sabía todo”, remarca María Delfina de manera que terminante. “Él me santiguaba con un crucifijo muy grande. De espaldas. Y después me daban agua de hinojos” —recuerda—. “Pero este señor era tan especial, tan especial, que usted no le podía mentir, porque él lo miraba y sabía lo que tenía en los bolsillos, lo que no tenía, qué estaba adivinando y qué estaba pensando. Todo. Usted no le podía mentir”. “Carabineros lo utilizaba mucho para todo”.

Anita Calderón, María Delfina Vergara Sáez, Sonia Ugarte, Bernarda Fuentes y Elisa Vergara Sáez, en un aniversario de la fábrica
de ladrillos. En avenida chile, entre General Las Heras y República, donde hoy está el colegio Héroes de Maipú. Fotografía proporcionada por MDVS.

Colegio General San Martín

Después de la casa de El porvenir la familia de María Delfina se trasladó a una de dos pisos, en Carmen esquina de Colonia.

Cerca, estaba el conventillo de la señora Zunilda. “Estaba acá de la esquina de Carmen. Llegaba hasta la quinta de Las peras, que era antes de llegar a Carmen Luisa Correa”. Allí repartía María Delfina el pan y la leche sobrantes de la escuela 169 de niñas, General San Martín, que le pasaba su directora, la señora Norma Pauchard. “A toda esa gente ahí yo le repartía porque yo veía que ellos tenían necesidades, y aquí todo eso quedaba porque don José Luis Infante en la mañana mandaba los tremendos tambores de leche, gratis, para que tuviéramos leche fresca. Acá los señores Durán mandaban las marraquetas, también. Para que tuviéramos un jarro de leche, con una marraqueta caliente como desayuno”.

“Teníamos una linda conexión con ella —refiere María Delfina con respecto a la señora Pauchard—. Una linda conexión. La cual yo, por eso mismo, yo me llevaba todo lo que no era muy querida, dentro de… Muchos dentro de mis pares, mismo curso, y de los demás”. “Yo siempre estaba pendiente de mis compañeras. La que tenía, la que no tenía, y la que no tenía nada. Entonces yo eso le comentaba a la directora, y reuníamos mercaderías, cosas. Incluso yo iba al comisariato a pedir también”. “A don Antonio De la Prida. Ellos tenían un gran negocio”. Con las cosas que reunían llenaban cajas que la misma María Delfina repartía en las casas de algunas de sus compañeras.

“Una de ellas, que su mamá siempre en una cajita de zapatos tenía huevos, y me daba una cajita con huevos. Entonces yo los traía para acá, y la señora Norma, como era diabética, entonces cocíamos los huevos, ella se comía solamente las claras; y las yemas, qué las hacíamos: las molíamos bien con tenedor, con lechuga muy finita picada, se ponían en marraqueta, y se vendían, se reunía plata, un fondo, para cosas que le faltaran a alguien dentro del curso”. “Solamente lo sabíamos la señora Norma y yo. Nadie más. Yo por eso quería ser visitadora social, para ayudar a los demás”.

Margarita Carrión y María Delfina Vergara Sáez sostienen el estandarte de la Cruz Roja Juvenil. En las escalinatas bajando del gimnasio
al empedrado patio del colegio General San Martín, en dirección al templo (hoy hay un jardín), tras cantar el himno “Yo sirvo”. Fotografía proporcionada por MDVS.

Don Antonio De la Prida obsequiaba las escobas a la escuela. “Solamente había una señora, la encargada de la leche, de cocer la leche. Era la señora Brígida”. “Nosotros teníamos que hacer el aseo… Si no éramos ningunas flojas. Manteníamos nuestro colegio limpiecito, barrido (…)… Barrer el gimnasio, los baños, todo muy limpio, muy aseado todo. Las salas, los vidrios. Mantener el pequeño jardín que había adelante. Y cuando nos portábamos mal nos mandaban a la escuela de al lado, con el señor Román, que era un profesor de agricultura. Claro que lo pasábamos regio, porque le comíamos los duraznos. Así que ligerito nos echaba para acá”.

De sus profesoras, María Delfina evoca con devoción a Alicia Inostroza. “Ella era una señorita muy delgada, muy fina, muy suave. Nos trataba muy bien, vestía muy lindo. Y usaba unos zapatos muy hermosos, acharolados, tacos muy altos. Muy bien peinada siempre. Adelante se hacía como un jopo, lo que ahora se llama jopo. Y de ahí el pelito se lo levantaba para acá, y el resto del pelo se lo amarraba atrás”. “Me imagino que venía de Santiago”. “Habían dos, tres, que eran acá de Maipú. Nada más que eso. La señora Irma Carrasco, la señora Nelly, y la señorita Zulema Ruiz. Ella hacía todo lo que era Labores. Era tejer, coser, bordar. Hacer ropa de guagua, todo”.  “Ellas venían muy bien vestidas todos los días. Muy pintaditas, muy peinaditas. Ellas no usaban pantalones”. “Normalmente en el invierno usaban como siempre traje sastre, una cosa así. Traje de dos piezas siempre, y unos abrigos, que eran largos, con unas mangas muy anchas, muy anchas, y aquí bien apretadito”.

Entre sus compañeras de entonces, María Delfina casi no hace distinciones. “Todas para mi eran buenas compañeras, eran amigas. A la que quise mucho, falleció a muy temprana edad. El día antes de fallecer nosotros fuimos al hospital a verla, y me pidió que le cantara El charro: Ivette Mosalve Carrasco”.

“Ella era una niña morenita, era igual las facciones a la señora Irma —Carrasco, su madre—, con un pelo que eran puros risos negros así… Era muy fina y muy suave para reírse. Ella tenía los ojos café, no azules ni verdes como son los de Matilde y Jessica (hermanas de ella)”. “Juan Monsalve —su padre— fue un gran profesor de acá de la comuna de Maipú, fue regidor también. Fue de la escuela 85. Don Juan Bautista Monsalve Sánchez”.

“La fuimos a ver ese día todas vestidas de Cruz roja, y ella me pidió, me dijo: Quédate tú acá, mientras las demás andaban todas repartiendo revistas, en las otras salas de los niños de ese hospital. Entonces ella me dijo que yo le cantara El charro”.

Sesenta y un años después María Delfina entona afinada y cuidadamente:

Estaba un charro sentado
En las trancas de un corral…

De un antiguo corrido, una de cuyas versiones* continúa:

y el mayordomo le dijo:
no estés triste, Nicolás.

Si quieres que no esté triste,
lo que pida me has de dar,
y el mayordomo le dijo:
ve pidiendo, Nicolás.

Necesito treinta pesos
porque me quiero casar
y el mayordomo le dijo:
ni un real tengo, Nicolás.

Necesito de mi china
porque me quiero casar
Y  el mayordomo le dijo:
tiene dueño, Nicolás.

El payo, desesperado,
al barranco se iba a echar,
y el mayordomo le dijo:
de cabeza, Nicolás.

“Eso nada más, porque después nos vinimos (…). Yo la miré de lado así y yo me acuerdo que ella estaba tan delgada, o tal vez era lo último que le quedaba, porque yo le veía la nariz transparente, así muy transparente hacia el otro lado. Así estaba Ivette”.

Al día siguiente, Ivette murió. “Ella murió de leucemia, y tenia la misma edad mía, como ocho años”. La casa de la familia Monsalve Carrasco estaba en Pajaritos. “Acá donde está Tricot. Esos terrenos grandes que se edificaron ahora. Esa era la casa de ellos”, señala María Delfina. laBatalla

* “El payo”. En “Ómnibus de poesía mexicana”, Presentación, compilación y notas de Gabriel Zaid, página 197. México, siglo xxi editores, 2005.

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