Soledad y su vecina tenían una gata. Soledad la llamaba “Cochona”, su vecina “Tigresa”. Un día, Tigresa llegó a la casa de la vecina y minutos después falleció. Especulan que a causa de un envenenamiento masivo, pues durante ese tiempo muchos animales –sobre todo perras en celo, que en el barrio la gente suele echar a la calle– aparecieron muertos.
Tiempo después, Soledad empezó a hallar periódicamente pelos en un choapino de la entrada de su peluquería. “Es la Cochona que me pena”, pensó, pero poco después se percató de que se trataba de un perro blanco. Quiso echarlo, le tiró agua, pero el perro no se fue. “Si pasa una semana sin irse lo dejo acá”, pensó Soledad, y así fue.
Hoy, el perro se llama “Pepe Luis”, tiene trece a catorce años y pasa en el veterinario… La última vez a causa de una pelea callejera en que resultó castrado. Le acaban de cortar el pelo y luce bonito; parece sanito y regalón.
Los ladridos de Pepe Luis rompen de vez en cuanto el letargo de la tarde y de la calle.
Yo, cuando niño, vivía las horas letargosas de la tarde como un ensueño. O así lo recuerdo. El ruido proveniente de una tele, el ulular del viento, el sol, iban anegándome con una sensación de fatuo misterio. El tintinear de una campanilla de viento, un jingle publicitario, el paso de un avión, me tensaban como el viento a un volantín.
Evoco esas sensaciones cuando transito por calle Raúl Mazzone en Maipú. Se produce como un crepitar de plantas y flores al pasar rasante del viento… Evoqué esas sensaciones sentado frente al espejo de la peluquería de Soledad, la primera vez que pasé a rebajarme la barba.
Es fácil hablar con Soledad. Con sus clientas suele compartir una taza de algo. Yo me tomé un sucedáneo de café y ella un té de menta, la última vez que conversamos.
Ella partió con la peluquería hace siete años. Antes trabajó donde Jimmy López, en Primera Transversal. La peluquería queda en calle Raúl Mazzone, como he dicho. Soledad vive junto a su esposo, su hija y su hijo, en Santa Elena con la caletera Américo Vespucio.
Fue habilitando su peluquería con ayuda providencial, según da a entender: un fontanero que llegó en el momento justo, lo mismo un carpintero… La decoración la fue haciendo ella con piedras ornamentales, cerámicas y pequeños trozos de vidrio.
Se ha escrito sobre el olor de las peluquerías. Turba. A eso sumémosle el sonido de una vertiente y la multiplicidad de colores del decorado. Soledad pone ininterrumpidamente música New Age. Le pregunto por el estilo general, si podría llamársele místico, me dice que sí.
Veo, tras el gran espejo bordeado de cerámicas multicolores, un retrato de kuan-yin; un par de cuadros más con mariposas y un avecilla. “Tengo que tener lo mío, antes de mis cincuenta años”, dice que dijo un día. “Traté de co crearlo, de crearlo en mi mente todo”.
Dice que aparte de que la gente se vea bien ella busca que se vaya bien. Lo que implica, de su parte, escuchar más que hablar. “¿Quién soy yo para dar una opinión?”. “Las personas salen más livianas, lo malo se queda aquí”.
Soledad se crió en un ambiente católico. Viviendo en Providencia, asistió al colegio Santísima Trinidad y al Liceo 7. “Siempre hice las cosas de acuerdo a lo que me habían enseñado” —profundiza— “hasta que desperté y me di cuenta de los errores”.
Ya viviendo en Maipú —se ha mudado unas cinco veces dentro de la comuna— y trabajando en su peluquería, una clienta la llevó a un curso de “Energía Universal”. “Fui leyendo, viendo si me convencía o no”. Asiste a sesiones hasta hoy, en Lonquén, los días miércoles.
“Soy librepensadora” —declara—. “Para hacer cosas nuevas en la vida, y buenas, hay que tener libertad”. A la vez se declara creyente: “Dios, energía, arquitecto, Jehová”, menciona, y las emprende contra la mala lectura que dice se hace de la Biblia: “Para llevar el control de la gente hay que informar lo mínimo”.
Tampoco le gusta demasiado la iconografía religiosa. “La encuentro muy pagana”, dice. “El sentimiento, el creer en algo, uno tiene que llevarlo en el corazón”.
Su local se expandió hacia el que antes ocupara un taller de limpieza industrial. Un mosaico de piedras ornamentales adorna la entrada “a otra dimensión”, dice ella medio en broma. Es el espacio de los masajes, a cargo de dos varones que van de vez en cuando. Soledad pasa allí los ratos sin clientela. Allí están sus dos pequeños escritorios, la radio. Repasa sus capacitaciones, ensaya en su cabeza técnica o lee.
Su autor favorito es Brian Weiss (“Muchas vidas, muchos maestros”). Una tarde, estando sola en su casa, en el escritorio, Soledad puso un CD de regresiones dirigidas, de Brian Weiss.
Cerró los ojos; inspiró profundamente y botó por la boca, tres veces. Fue relajándose desde los pies hasta la cabeza, perdió conciencia de su situación y llegó a una casa en el campo, en un tiempo antiguo, advirtió, por el largo faldón negro de la mujer en la que se reconoció a sí misma. Lloraba en un velorio. En el ataúd, Soledad reconoció a una persona que conoció alguna vez en esta vida de ahora.
Luego se vio envejecer, y morir.
En otra ocasión, se vio a sí misma en el oriente. “Una china no pobre” sino más bien lo contrario, por su vestimenta. Ella vivía subyugada a su rígido marido. “Un hombre con una mirada profunda y oscura”.
Mientras conversamos, Pepe Luis ha rasgado sucesivamente la puerta, hasta que entró moviendo la cola. También han entrado un pequeño con su madre, un joven… Todos sostuvieron conversaciones amenas y muy relajadas con Soledad.
Exdirector del Diario La Batalla de Maipú.
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