Visitadora social
María Delfina Vergara Sáez goza cada conmemoración del 5 de abril. “Este último que se hizo ahora yo me las vibré todas. Todas, todas, todas, todas. Porque para mí fue un renacer. Yo creo que hay pocas, pocas alumnas que amaban y vibran tanto con este colegio como yo. Yo amo a este colegio. Lo amo. Porque es la parte más hermosa de mi vida. La más hermosa”, dice refiriéndose al colegio General San Martín. No resulta extraña su presencia allí, al menos para quienes trabajan fuera de las salas de clases.
Una presencia cuyo estiramiento atraviesa algo infantil y materno. Un día del año 2003 se percató de la demolición del establecimiento (encaminada a la construcción de otro apto para la Jornada Escolar Completa). “Yo me senté en la vereda a llorar. Porque sentí profundamente cómo la máquina destruía parte de mi vida”. Suele recorrer las calles céntricas de Maipú, por placer: “Porque cada calle que yo recorro es un recuerdo, parte de mi vida que está. Y la gente, que hay gente viejita, que a veces la encuentro, y ellas no me reconocen, yo les reconozco, yo las saludo, las abrazo. Porque me gusta, me gusta el contacto con la gente. Me gusta. No, si debí haber sido visitadora social… Debí haber estudiado eso”.
María Delfina estudió hasta cuarto año de humanidades en el liceo comercial Valentín Letelier de Santiago. “De ahí mi madre tuvo una enfermedad muy grande, muy larga. Muy larga. Y escuché, en un momento dado, que le dijo a mi padre: Mijo, porque así se trataban: Mijo, para mañana hay dinero para uno solo que vaya a estudiar. Yo tenía catorce años. Y yo pensé inmediatamente: bueno, le doy la opción a mi hermano. Porque él es hombre, va a tener que después dirigir un hogar. Yo mujer puedo trabajar en cualquier cosa o por último me voy a casar con una persona que tenga plata. Eso pensé. Entonces yo decidí sola”.
“Pero yo lloraba todos los días, después, el próximo año, yo al ver mi uniforme colgado. Yo lloraba, lloraba, lloraba, lloraba. Entonces uno de mis hermanos, un día llegó, y me dijo (no con muy buenas palabras, porque era muy garabatero… No era malón, no, para nada. Nunca nos castigaron nuestros hermanos mayores a nosotros. No): Ya. Para que dejes de llorar… Toma. Aquí te fui a matricular. Anda a tal parte. Y fui pos, y me fue a matricular al anexo de la normal. Para que yo estudiara todo lo que era relacionado con corte, confección, y alta costura. Y yo odiaba coser, pero por estar ahí lo hice. Y adentro tomé también clases de economía doméstica y nutrición. Entonces saqué todo eso. Y quién me dio mi titulo de nutrición, porque tuvieron que venir de la Universidad de Chile a tomar los exámenes de nutrición, fue el doctor Ferrada”. “Acá lo hice, acá en el colegio 10, que tenía INSA”.
Actualmente vive en calle Guayaquil, junto con su esposo Domingo Ernesto: “Yo le digo Ernestito. Ernestito es un gordito muy, muy tranquilo. Me entiende mucho. Cumplimos el 4 de abril cuarenta y tres años de matrimonio, donde tuvimos tres hijos maravillosos. Los tres son profesionales titulados en diferentes áreas. Y nunca discutimos porque él nunca se enoja. Y nunca nos falta el tema de conversación, porque a mí me agrada conversar, me gusta mucho conversar, de diferentes temas, de todo. Pero nunca se nos acaba el tema. Nunca”.
Conversando con quien sea, a María Delfina difícilmente se le acabará el tema. Desnuda lo que le parece obviedad ajena (las cosas del pasado son un ejemplo), corrige, profiere “No” rotundos; si bien seguidos de explicación. Su narración se va extendiendo plácida, instructiva. Casi como un cuento: que se sabe, que se interpreta para divertir y conmover al oyente, con el humor de sus anécdotas y el drama de sus bajíos.
Ladrillos. El porvenir.
María Delfina llegó a Maipú desde Concepción junto a sus hermanos, su madre y la madrastra de esta la mañana del 24 de diciembre de 1945. “Nosotros emigramos acá porque mi padre, como él es descendiente materno alemán, entonces a mis hermanos los tonteaban mucho, todos. Entonces por eso ellos decidieron venir acá, para la tranquilidad” aduce, dado el contexto de la Segunda Guerra Mundial.
Su padre, Francisco 2° Vergara Kurth, lo había hecho un año antes. “Y para qué lo trajeron acá —explica—: Porque acá existía la fábrica de ladrillos blancos. El autoclave era demasiado alto, entonces se perdía mucho vapor. Había que bajar eso, para que las calderas tuviesen más potencial de cocido para los ladrillos. Entonces él se vino para acá, se hizo todo ese trabajo”. “Yo todas las noches me despedía de la fotografía de mi padre. Para luego venir a reunirnos con él”. María Delfina lo visualiza henchida de admiración: “Mi padre era un gentleman. Un hombre muy alto, casi de dos metros, delgado. Como ingeniero, yo lo tomo que era como un sabio, porque todo, todo, lo sabía. No había nada que no supiera. Todo lo hacía perfecto. Todo. Si lo único que yo le reclamaba: fue tan perfecto, ¿como a mí entonces no me hizo alta como él, y bonita?”. “Me decía: No mija, usted no es fea, pero échese unas pinturitas”.
“Y era un hombre que realmente le daba trabajo a cualquiera —amplía confiriéndole peso a la última palabra—. Incluso a los niños. Los niños iban. Bueno, decía, ¿usted quiere ganarse unos pesos?: Vaya a perchar ladrillos. Los más chiquititos ordenaban los pedazos. Porque esos pedazos se regalaban. El cementerio de acá, el antiguo, estaba hecho solamente con ese ladrillo. Fallecía alguien, el padre Alfonso llegaba allá: Señor Vergara… Dígame, padre. Cuánto material necesita. De allá salían todos los ladrillos. Cemento. Salía todo para hacerles las tumbas a las personas que fallecían”.
“La empresa edificó una casa para nosotros en ese lugar que eran puros potreros, acá arriba en General Las Heras, entre Libertad y avenida Chile. La sílica de Maipú, o ladrillos blancos que le decía toda la gente”, explica. “La primera que llegaba en la mañana era Rosa, que era la encargada de todo lo que era limpiar verduras, todas esas cosas en la cocina. Después llegaba Margarita, que era la del aseo y todas las otras cosas. Y la señora del lavado era otra, porque mi madre nunca hizo nada —la palabra golpea—. Ella pagaba nomás, pero no hacía nada”.
“Pero tenía unas manos maravillosas”, agrega María Delfina ni tan en broma, y accede sin solución de continuidad a una descripción de aquellas mujeres: “Rosa aún vive. Está viejita pero todavía vive. Ella era lo que ahora se dice “nana”. Así era ella”. “Era una niña pecosita, de ojitos claros, muy bonita, muy bonita —María Delfina rememora también con la mirada—, y le gustaba parece mucho el amor, por lo que saco deducciones de ahora, porque tenía muuuchos pretendientes. Yo creo que tiene que haber tenido algunos dieciocho años, tiene que haber tenido más o menos, porque era joven”. “El apellido me parece que es Vargas”.”Vivía relativamente cerca de nosotros. Estaba en la casa de abajo, del fogonero. Era familiar del fogonero”.
“Y Margarita Lara, ella era hija del señor que preparaba todo lo que es la dinamita, los cartuchos para dinamitar y salía la tierra blanca para poder seguir, para llevar a los capachos para hacer los ladrillos”. “Margarita era morena, muy risueña, de unos ojos muy grandes, muy grandes, muy grandes. Y de todas las maldades que hacíamos, ella nos sacaba en limpio, para que no nos castigaran”.
“Y de ahí ya venía la señora que lavaba, y le decíamos abuelita, porque tenía su pelito blanco”. “Nuestros padres se destacaron siempre por enseñarnos lo que era el respeto. Entonces nosotros le decíamos abuelita; no era la señora del lavado, no; del planchado, no: le decíamos abuelita. Se llamaba María. María Magdalena, se llamaba ella”. “Ella era esposa de un trabajador de la empresa, del abuelito Osorio”. ”Ellos también vivían cerca, (…) en una casita hecha así como con latones…”.
La de María Delfina comprendía tres dormitorios, gran comedor, cocina con una chimenea a base de carbón de coque. “Tuvimos muy, MUY buen pasar. Muy buen pasar, muy buen pasar. En esos años el azúcar venía en unos cajones cuadrados grandes, porque solamente era azúcar de pan, y la gente mas modesta compraba el azúcar negra que llamaba, la que es azúcar rubia hoy en día. Entonces en mi casa, todo lo que es el azúcar partida se guardaba. La molida también. La papa chica también se guardaba. También fideos. Todo se guardaba. Y en el tiempo que la gente del fundo El porvenir no tenía, iban a buscar allá. Entonces se les daba eso para que ellos tuvieran, porque no se botaba nada”.
“El fundo El Porvenir estaba cercano a nosotros. Eso estaba en lo que es Blanco Encalada ahora, la calle Blanco Encalada, con O’Higgins. Tenía dos entradas, por aquí y por allá. Y ahí estaba la lechería, donde se ordeñaban tantas vacas. Se traía después acá a la procesadora de la leche acá en Rinconada, la planta de leche, para que se transformara en crema, mantequillas, sueros, y todas las cosas. Y mi padre era el que mantenía las maquinarias, tanto de allá, como de acá”.
En un mundo, asegura María Delfina, donde “nada se guardaba. Nada, nada se cuidaba porque ahí no existía la gente que robaba. Para nada. Nadie tenía candado en su casa”. “Nos saludábamos todos. No había diferencia de clases sociales ni dinero ni de nada. No. Ahí el que tenía más, se le solicitaba… ”. Un mundo “donde fui lo más feliz que pude haber sido. Donde tenía todo el espacio para correr, saltar, gritar, brincar, subirme arriba de los sauces. Llamar la Chepa, la yegua que había para transportar la sílica desde la mina hacia los labreos. Yo la llamaba, ella llegaba, yo me tiraba del sauce sobre el lomo de la Chepa”. laBatalla
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