“(…) las listas de espera para los trasplantes de órganos son probablemente la única instancia no segregada de nuestro sistema de salud. El único momento en su vida en que ricos y pobres están en una misma fila en Chile es cuando esperan una donación de órganos”.
La reciente Ley que regula la donación de órganos ha causado controversia ya que establece que, por defecto, todos somos donantes, prescribiendo un trámite para aquellas personas que no quieran serlo. Esto ha llevado a un cierto debate con respecto al derecho que le cabe al Estado para disponer de los cuerpos de las personas recientemente fallecidas. Tal debate resulta interesante y tiene aristas políticas e incluso religiosas. Conviene recordar que en principio el cristianismo (religión predominante en Chile) cree en la resurrección de la carne, de modo que el disponer de un cuerpo fallecido no sería un asunto baladí: se podría afectar una eventual resurrección. Convengamos en que de todas formas la mayoría de los creyentes no se plantea de esta forma el asunto y cree más bien en una rigurosa separación de cuerpo y alma que les permitiría tranquilamente donar parte de su cuerpo, más si con eso salvan otra vida.
Pero vamos a dejar de lado el tema teológico e incluso las aristas político-constitucionales que pueda tener el tema. Es más, incluso vamos a dejar de lado la discusión sobre cuán eficiente será este cambio legislativo. No dejamos todo esto de lado porque sea poco interesante, sino para ver el tema desde otro punto de vista. En concreto: ¿por qué con tan poca diferencia de tiempo se cambia la ley que regula este asunto? No han pasado diez años desde que se indicó que en el Registro Civil dejaríamos constancia de nuestra condición de donantes al momento de renovar nuestra cédula; esto fue apenas ayer, y hoy ya cambiamos de nuevo.
¿Es tan preocupante el tema de la donación de órganos? Sin duda lo es, pero ¿no hay acaso problemas más urgentes en el ámbito de la salud? No sé qué experiencia tenga el lector al respecto; lo que yo veo al menos es que los problemas relacionados con la salud en general en Chile son gravísimos: el Plan Auge ha redundado en una brutal transferencia de recursos públicos a empresas privadas sin que dejen de haber problemas en la cobertura. Las enfermedades y tratamientos que quedan fuera de este plan provocan problemas aún mayores, hasta el punto que cualquier persona que gane menos de un millón está obligada a recurrir a la solidaridad de sus cércanos si quiere recurrir a un tratamiento complejo en un plazo adecuado. Todo esto en un contexto de precarización de la salud pública, la que sufre una severa escasez de profesionales, sobre todo de médicos especialistas.
Entonces, ¿por qué la política sobre trasplantes y donación de órganos motiva una preocupación especial por parte de la autoridad, hasta el punto de cambiar las leyes al respecto como quien cambia de camisa? Vamos a dar un rodeo, pero que lo sepa el lector: en la respuesta a esta pregunta hay escondido un hermoso ejemplo de cómo operaría una sociedad menos segregada que la nuestra.
Que nuestra sociedad está enormemente segregada socioeconómicamente es un dato de la causa. Esa segregación, en Santiago al menos, parte por ser geográfica: comunas de ricos, comunas de clase media, comunas de pobres. Cualquier santiaguino despierto podría incluso ordenar nuestras comunas de acuerdo a su nivel socioeconómico y no tendríamos grandes diferencias en el orden que cada uno de nosotros elaboraría.
Producto de las políticas de corte subsidiario esta segregación termina por esparcirse a la educación, donde la educación privada, particular subvencionada y pública predominan entre los sectores altos, medios y bajos, respectivamente. De este modo prácticamente no hay establecimientos educacionales que expresen cierta diversidad socioeconómica.
En el caso de la Salud ocurre algo similar. Los hospitales públicos son primordialmente utilizados por los pobres, mientras que la clase media se atiende en el sector privado usando los bonos de libre elección de FONASA o a través de las ISAPRES; siendo las grandes clínicas privadas el espacio primordial de los sectores altos.
¿Y qué?, dicen los defensores de las políticas subsidiarias, ¿no basta acaso con que cada persona tenga acceso a una prestación de salud o educación, sin necesidad de que recurran todos al mismo sistema?, ¿para qué necesitamos que los ricos accedan, financiados por el Estado, al mismo servicio que los pobres, siendo que aquéllos pueden financiar por sí mismos su propio sistema?
Un defecto que tendría esa manera de enfocar los asuntos públicos, siguiendo acá el argumento de Fernando Atria, es que al estar segregados de esta forma dejamos de participar como ciudadanos de una comunidad de intereses. A los ricos ya no les importa (salvo a aquellos especialmente altruistas) que se mejoren las condiciones de la educación pública o que haya más médicos especialistas en los hospitales públicos. De este modo quienes deben presionar para que se solucionen estos problemas son los pobres, precisamente quienes menos influencia tienen en la sociedad. ¿Qué pasaría –se pregunta Atria- si todos nuestros niños estudiaran en colegios financiados exclusivamente con la subvención escolar que otorga el Estado? Pasaría probablemente que esta subvención aumentaría significativamente su valor, ya que la presión en tal sentido no sólo la realizarían los pobres, sino también los ricos, cuya influencia (a pesar de ser muchos menos) resulta mayor en la sociedad. Ahora, lo interesante para Atria es que al poner en movimiento su influencia los ricos en este caso no sólo se ayudarían a sí mismos; su acción terminaría por beneficiar al conjunto de la población, que vería cómo sus hijos serían educados con un mayor aporte estatal (huelga decir que esto no solucionaría todos los problemas educativos, pero ése es otro tema).
Volvamos ahora a los trasplantes de órganos. ¿Por qué la autoridad se motiva tanto en este tema? Una explicación muy lógica es que las listas de espera para los trasplantes de órganos son probablemente la única instancia no segregada de nuestro sistema de salud. El único momento en su vida en que ricos y pobres están en una misma fila en Chile es cuando esperan una donación de órganos. Para todos los otros problemas de salud hay soluciones adecuadas al bolsillo de cada uno; y entonces el rico puede recurrir, pagando, a una solución sin preocuparse mayormente por el destino del resto (salvo si es altruista). Pero en los trasplantes no puede; el empingorotado señorito de Las Condes tiene que esperar que la señora de La Pintana sea atendida antes que él, ¿qué le queda entonces?
Lo único que le queda es hacer que la fila avance más rápido (acá descartamos, por no tener conocimiento de su existencia ni menos de su magnitud, los eventuales “saltos en la fila”; así como descartamos por lo mismo eventuales tráficos de órganos). Y para eso moviliza su influencia, y lo tiene que hacer presionando a la autoridad, buscando a toda costa que cada año haya más y más donaciones, así como tratando que el sistema logístico que permite transformar esas donaciones en trasplantes sea efectivo.
Éste es, para mí, el sentido de esta ley. La elite no tiene otra forma de resolver para sí este problema. Lo interesante, volvamos al argumento de Atria, es que al hacerlo tiene que resolver el problema también para otros. Por eso éste es un hermoso ejemplo de cómo funcionaría un país no segregado: la elite, al beneficiarse a sí misma, ya que este asunto no se resuelve de manera segregada, termina por beneficiarnos a todos.
Excepto a quienes creen en la resurrección de la carne, pero ya dijimos que no abordaremos ese tema.
* Profesor de Historia y Geografía. Ajedrecista.
Las opiniones vertidas en este espacio son responsabilidad de cada autor/a y no representan necesariamente la línea editorial de laBatalla
Profesor de Historia y Geografía.
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