En aquellos lejanos días del año 1550, las tierras de lo que actualmente es Maipú estaban habitadas por personas que se autodenominaban reche, que en su lengua nativa significaba “gente verdadera”. En las ahora praderas de esta comuna se erguían frondosos árboles, que fundiéndose unos con otros formaban copiosos bosques; sus ahora calles y avenidas eran pobladas por grandes rucas, las que por cierto distaban de las de los reche de más al sur, como dista la apariencia de un arbusto sometido a un clima benévolo de la de uno sometido a un clima implacable.
En un levo ubicado en las faldas de un pequeño cerro conocido como Cherkawe, vivía nuestro protagonista, Ayvemanque, indígena audaz, valiente, intrépido, colaborador, pero sobre todo, inteligente. Era hijo de Quilamanque, lonco del levo, hombre sabio y justiciero.
Un día, en una noche fría y oscura, en la que corría una gélida ventisca, Ayvemanque tuvo una extraña pesadilla. En ella, veía nítidamente a su pueblo esclavizado por unos hombres llegados del este. Su fisonomía era extraña; crecía tupidamente pelo en sus rostros y tenían cabellos de colores de los que nunca habían sido vistos. Le sorprendieron sus armas, tan filosas que podían cortar un brazo humano sin mayor esfuerzo, y tan duras como el pañil. Asimismo le sorprendió una extraña proyección de su piel casi indestructible, también dura como sus varas cortantes. Sin embargo, lo que definitivamente lo dejó absorto fue la presencia de las bestias en las que venían montados algunos de ellos. Eran poco más bajas que un hombre parado, pero a la vez eran corpulentas y muy veloces, y tales hombres las manejaban casi como una extensión de su propio cuerpo. Además, emitían un bramido que infundía temor en los nuestros. En el sueño, veía como su pueblo luchaba contra la amenaza de aquellos hombres, siendo derrotados infructuosamente y de manera brutal. Agitado, Ayvemanque despertó. Divisó pensativo los cerros que se erguían como gigantes de difusa fisonomía en las tenebrosas tinieblas. Se tranquilizó, y luego se volvió a dormir.
A la mañana siguiente, Ayvemanque fue el primero en despertar cuando ya asomaba al que los reche llamaban Wünelvoe (“el hacedor del amanecer”)” o “el lucero de la mañana” (en wigkadügun). Ensimismado, caminó a través de los coirones, en dirección al río. Cuando se aprestó a beber un poco de agua y a lavar su rostro, en la cima del cerro apareció un pequeño grupo de hombres muy similares a los que había soñado. Ayvemanque se quedó estupefacto mirándolos. Su corazón latía a un ritmo insospechado, de la misma manera a como late el corazón de una presa antes de ser aprisionada por las fauces de una fiera. Ayvemanque estaba asustado; no asustado como un hombre que se enfrenta a perder algo nimio. Era un miedo aún más profundo, y que nunca había sentido antes. Tenía el presentimiento de que la extinción de su pueblo se acercaba. Pero ésta no sería rápida, si no que sería lenta, lenta y muy dolorosa, como la muerte que provoca un wekuvoe a una persona. Y Ayvemanque se resignó cabizbajo, observando cómo se acercaban aquellos hombres, mientras sus sombras se proyectaban lentamente sobre el levo…
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