“Es curioso, por decir lo menos, que el Estado sea indiferente sobre las opciones políticas, religiosas y económicas de los individuos, salvo con sus decisiones sexuales”.
Recientemente el premier ruso Vladímir Putin consiguió que el parlamento moscovita aprobara leyes homofóbicas en el gigante transcontinental. Desde ahora en Rusia se prohibiría mostrar propaganda de relaciones “no tradicionales” y estaría censurada la adopción a extranjeros en cuyos países de origen existan uniones de hecho o matrimonio homosexual.
Estas medidas han generado repudio en la comunidad internacional, aunque no ha dejado se ser apenas una protesta testimonial.
Lo cierto es que Putin solo quiere mejorar las relaciones con la iglesia Ortodoxa rusa, por lo tanto se congracia con ella, dentro de lo posible. El chivo expiatorio parece ser el siempre débil blanco homosexual.
En nuestro país el mundo gay parece gozar de ciertas licencias, pero lo cierto es que los homosexuales no poseen igualdad de derechos. Ni siquiera se ha aprobado el bullado Acuerdo de Vida en Pareja, que pese a toda parafernalia, duerme en el Congreso.
Desde siempre nuestra sociedad judeocristiana se ha definido en contraposición con la homosexualidad. Basta leer la Biblia para descubrir que los hombres que yacen con otros hombres resultan abominables. Tal parece la sociedad necesita encontrar una “otredad” a la cual oponerse y por sobre todo, reprimir.
Michel Foucault, el padre del pos modernismo, fue el hombre que popularizó la noción del contumaz imperativo social por consagrar posturas hegemónicas. Según el autor francés, la sociedad opera defendiendo o consagrando las conductas comunes entre la población, a costa de vilipendiar o reprimir aquellas conductas que escapan a la normalidad. Foucault lo llamaba discurso dominante.
Sin embargo, existen argumentos de sobra para resarcirnos de la irracional discriminación hacia la comunidad gay.
En primer lugar, un estado liberal y laico como el nuestro, debiera no pronunciarse sobre las disposiciones que cada individuo determine con su cuerpo. Más aún, el Estado debiera ser incapaz de definir, a priori, qué clase de relaciones afectivas son deseables, al menos entre personas adultas.
Es curioso, por decir lo menos, que el Estado sea indiferente sobre las opciones políticas, religiosas y económicas de los individuos, salvo con sus decisiones sexuales. El estado no le asigna el mismo valor al afecto heterosexual que al homosexual, negando a este último la opción de contraer el vínculo civil de matrimonio.
Quizás el mayor de los absurdos es que homosexuales no puedan adoptar por riesgo a la potencial discriminación de la que sería objeto el adoptado. Si fuera así, entonces, por ejemplo, ¿deberíamos prohibir la adopción a feos o enanos? De ser consecuentes con el espíritu de la ley, no debería adoptar ningún sujeto expuesto a discriminación.
Lo correcto es exigir una legislación que supere y castigue toda clase de discriminación arbitraria. Vivimos en al absurdo de tener un derecho que propicia una discriminación de hecho.
Debemos aspirar a una sociedad en la cual la sexualidad no sea tema de debate. Si la sociedad se empeña en discriminar al gay, la ley debe ser la primera en emanciparlo.
Dicho sea de paso, las investigaciones tendientes a develar las inclinaciones sexuales de los individuos, han concluido que las opciones sexuales de los padres no representan un factor significativo a la hora de determinar la sexualidad de los hijos. Es decir, es falso que padres homosexuales necesariamente formen hijos homosexuales, y viceversa.
La calidad de vida y la justicia no solo se determinan mirando el índice Gini, una sociedad justa también es aquella que le entrega a todos los ciudadanos las mismas oportunidades y derechos. Cuán lejos estamos de aquello.
Supongamos la utopía de un país cuya riqueza se reparta en forma igualitaria, aún así, ser gay implica una desventaja.
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