Es de público conocimiento el aniversario número cuarenta del golpe de estado de 1973. El tema se ha puesto de moda, variada programación televisiva y conmemoraciones por doquier se han encargado de recordarnos la coyuntura más importante de Chile de los últimos cuarenta años.
El presidente Sebastián Piñera habló acertadamente de cómplices pasivos, es decir, amplios sectores de la sociedad chilena, entre los que contamos empresarios, medios de comunicación, académicos o simples simpatizantes, quienes a sabiendas de violaciones a derechos humanos, no solo hicieron vista gorda, sino que las encubrieron, deslegitimaron las voces acusatorias y hasta cierto punto, justificaron el terrorismo de Estado.
El poder judicial pertenece al grupo de quienes activamente colaboraron con las fechorías del régimen. Los encargados de hacer justicia simplemente votaron al papelero los recursos de amparo de las victimas. Lo que las víctimas pedían de parte de los tribunales era el recurso de habeas corpus, una noción elemental del derecho internacional, ver el cuerpo del acusado, de tal manera de cerciorar empíricamente su estado de salud o sobrevivencia. Un recurso elemental de cualquier juicio justo. De haber actuado con diligencia el poder judicial, seguramente habría evitado innumerables apremios, torturas y muertes.
A la luz de los antecedentes, en un afán revisionista inaudito, se ha pronunciado el mantra del perdón. Prácticamente toda la prensa nacional fragua por la cuña de quien pide perdón. Se ha transformado en una palabra mágica que lava todas las heridas.
La asociación de fiscales ha pedido perdón, la Corte Suprema también hizo su mea culpa. Últimamente se ha acorralado a la candidata de la derecha a pedir perdón sobre el actuar del sector a cual ella representa.
Evelyn Matthei se negó a pedir perdón y medios de comunicación tan comprometidos como los pertenecientes a Agustín Ewards tampoco lo han hecho.
Sin embargo, mas allá de los antecedentes y gestos: ¿Es realmente genuino el perdón o se trata de una jugada obligada, políticamente correcta?
Cuando se pide perdón, en teoría hablamos de una acción voluntaria, movida por la inquietud de la contrición o el arrepentimiento. El perdón implica las ganas de no volver a equivocarse, lleva inherente la consciencia de haber hecho el mal.
Temo que detrás del perdón urbi et orbi, se esconde un falso arrepentimiento. Hay sectores que creen que la violencia era el precio de la estabilidad que el régimen de Pinochet construía. Optaron entonces por el mal menor, después de todo, el país estaba en guerra. Por lo tanto la coerción y el temor son estrategias válidas.
Otros se convencieron que eran justos los apremios, aquel torturado, merecido se lo tenía. Este sector piensa que la dictadura le hizo un bien al país, pero que inexplicablemente no se ha reconocido como se merece la gesta patriota del Ejército y sus colaboradores civiles.
Prueba de lo anterior la encontramos la adhesión a un controvertido homenaje al torturador Miguel Krassnoff, condenado a mas de 100 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad, a favor de quien se escribió un libro titulado “Preso por servir a Chile”.
El perdón real, viene de la mano de un nunca más, sin mayores presiones que la sola voluntad de quien siente que debe pedir disculpas. En Alemania el nunca más terminó anatemizando al nacismo, haciendo ilegal al partido, incluso cualquier apología al régimen. El país germano destruyó lo creado por Hitler para construir desde un nuevo consenso. Fue un perdón de borrón y cuenta nueva.
Tal parece que en Chile el perdón aparece como una respuesta a las circunstancias, sin arrepentimiento real. Es un perdón a medias, a tirabuzón, reconocido por un grupo pequeño de actores. Es un perdón de sujetos que volverían a hacer lo mismo, sin dudarlo. Un perdón de personas que siguen enorgulleciéndose de lo que hicieron.
Más que un perdón nacional, seria mejor llamarlo hipocresía nacional.
* Profesor de Historia y Geografía. Maipucino.
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