Nada más noventero que un Video Club de barrio, nada más noventero que un Video Club de barrio con un afiche de “Cementerio pa’l pito”. Cuando Dinamita Show subió a Viña el año 96′ e inscribió su nombre en la historia de la TV chilena venía precedido de la popularidad que sus videos les habían dado. Merecida popularidad, porque en esos videos se apreciaba que El Indio era un gran comediante y que El Flaco era probablemente la persona más chistosa pisando suelo chileno en ese momento.
Y sin embargo, aunque ya lo sabíamos e intuíamos el éxito, las dos noches de Dinamita Show en Viña fueron sorprendentes. Fue un momento único a partir del cual la televisión (la “cultura oficial” en el humor) tuvo que hacerse cargo de un humor distinto al que salía en sus pantallas. Todo lo que vino después (Morandé con Compañía, los personajes de Daniel Muñoz o de Daniel Alcaíno) es heredero de aquella noche en que dos tipos reventaron el rating, transformando varios de sus chistes y expresiones en clásicos automáticos.
¿Qué había en ese show que lo hizo tan especial? ¿Por qué Dinamita Show colma hasta hoy nuestro gusto mientras que los otros humoristas nos dejan siempre con un sabor extraño? Sería fácil decir que sólo el talento es la diferencia: Dinamita Show es más chistoso que Los Atletas, que Millenium Show o que Dino Gordillo. Podríamos dejarlo así, poner algunos chistes a modo de ejemplo y hasta ahí llegaría este texto. Pero la compulsión por decir algo nos obliga a buscar alguna razón extra; algo que permita encuadrar ese talento en una visión más amplia, que le dé un sentido más profundo a Dinamita Show. Pedimos paciencia, vamos a buscar esa razón extra.
Partamos por hacer una distinción un tanto burda: hay una especie de fractura cultural en el mundo popular chileno, que se asentó en algún momento de los 90′. La cobertura educacional sumada al espíritu aspiracional de esa década hizo que muchos chilenos accediéramos a una cultura mayor. Muchos fuimos y somos un producto de eso: pudimos terminar la enseñanza media con una facilidad que a nuestros abuelos hubiera sorprendido en su época. Después fuimos a la universidad, aprendimos más cosas y aquí estamos hoy.
Nuestros padres vivieron un proceso análogo: se hicieron microempresarios muchos de ellos, abandonaron sus antiguas poblaciones y se fueron a las villas de La Florida o Maipú, se endeudaron para comprar el auto y la casa y los muebles y la tele y el equipo, y aquí están hoy.
Comenzamos a hablar distinto, muchos aprendieron a hablar inglés incluso, y empezamos poco a poco a mirarnos a nosotros mismos como clase media. ¿Y por qué no hacerlo? Parecía lógico sobre todo porque éramos distintos a los que no se sumaban a este proceso. Hablábamos distinto, nos gustaban cosas distintas, nuestra forma de relacionarnos con nuestros pares era distinta.
La cultura política de aquellos años nos confirmaba esta visión. El estado chileno, con ese aliado natural que fue el Hogar de Cristo en aquella década, focalizaba sus políticas públicas en aquéllos a quienes el Mercado les negaba lo mínimo, los “realmente pobres”. Como nosotros no cabíamos dentro de eso, el Estado no se preocupaba de nosotros y hasta lo agradecíamos con un gesto de suficiencia.
Pero vivíamos en la misma ciudad que los “realmente pobres”, nada les impedía estar en nuestros barrios, en nuestros colegios o subirse a nuestras micros. No teníamos el poder de irnos a vivir a un lugar donde ellos no llegaran sino a trabajar para nosotros. De tanto convivir con ellos comenzamos a temerles: sus formas de convivencia eran más duras que las nuestras. Más de una vez cruzamos a la vereda del frente cuando algunos de ellos venían hacia nosotros. Obviamente con la convivencia vinieron también los nombres: cuma, flayte. A veces nos causaban gracia e imitábamos su forma de hablar para reírnos.
Ellos en todo caso no se preocuparon mucho de nosotros. Les dábamos un poco de risa. Nos creíamos cuicos y éramos apenas un poco menos pobres que ellos. Algunos de ellos cayeron en el delito y eso no es raro si lo pensamos. Lo raro fue que la cultura carcelaria los permeara. La palabra “choro” en los 60′ aludía al delincuente. En los 90′ comenzó a designar el ideal para ellos; el más choro era el mejor. La palabra gil en los 60′ aludía a una conducta débil, un pusilánime. En los 90′ comenzó a designarnos a nosotros en boca de ellos. Éramos los giles, los pobres que nos creíamos más que ellos, que no bailábamos su música, que no hablábamos como ellos.
Nos dimos una vuelta entera para llegar donde ya imaginarán: Dinamita Show se asienta sobre esa fractura. Suena simple, pero en el fondo es brillante: transformar una rutina de payaso, donde hay un payaso tonto-chistoso y uno inteligente-frío, en una expresión de un fenómeno social vasto requiere una intuición genial.
Porque de eso se trata, Dinamita Show toma la herencia payasesca, le quita los trajes brillantes y lo lleva al formato café concert, pero lo hace de manera tal que el diálogo de los dos comediantes es la expresión de esos dos mundos culturales: el flayte y el gil.
No necesito decir quién es quién. El Indio, reposado, tranquilo, con un hablar más bien fluido, que luce incluso expresiones en inglés, es el gil, nosotros. Por eso él es quien se siente más cómodo en el formato, por eso puede descalificar a El Flaco desde su mayor acceso a la cultura.
Y obviamente El Flaco viene a ser el flayte. Por eso su cuerpo siempre está indisciplinadamente en movimiento, por eso baila, por eso desordena el espectáculo e interpela a El Indio desde el ingenio popular, desde esa cultura que -como decíamos- mantuvo un estilo de convivencia más duro y violento, permeada muchas veces por la cultura carcelaria, mientras nosotros leíamos Zona de Contacto.
Obviamente que esa diferencia no se traduce en discusiones ni en declaraciones tontas de quién es quién. Se traduce en chistes, historias y secuencias donde la fractura se vuelve visible y risible. Flaco, ¿en cuántas partes se divide el cerebro?- pregunta El Indio. Ahí nos vienen a la memoria no sólo el colegio en general, sino sobre todo esa brillante creación que es El Chavo del 8 y su escuelita. Esperamos una respuesta en esa línea, cuando El Flaco nos sorprende. Depende -dice- de donde le peguís el fierrazo; y hace el gesto. Eso es en buena medida Dinamita Show, espectáculo de circo donde la cultura casi rabelesiana del flayte despedaza las pretensiones de orden de los giles.
Por eso Dinamita Show es estructuralmente superior a todos sus adlateres contemporáneos, en los cuales hay un humorista “inteligente” y uno “tonto”. Porque en todos ellos (Atletas, Indolatinos, Millenium Show) la diferencia entre ambos comediantes es circunstancial y depende simplemente de consideraciones del espectáculo. En Dinamita Show la diferencia es social y depende en definitiva de las diferentes culturas que cada uno porta.
Podríamos quedar acá y reseñar a modo de confirmación la historia posterior de cada uno de ellos. Decir que El Indio tuvo depresión y diabetes (enfermedades de giles) y que El Flaco cayó en cana y se volvió drogadicto (dramas de flaytes). Pero hoy los dedos nos pican y nos vamos a rascar con el teclado. El espectáculo de Dinamita Show es más profundo que simplemente el conflicto entre flaytes y giles. Esto porque con gran tino los humoristas no sólo plasmaron el conflicto, sino que el conflicto tiene solución en el espectáculo, la solución de la amistad y el afecto.
En los consejos de El Indio a El Flaco, en el coqueteo con la homosexualidad, en el interés que cada uno de ellos siente por los dramas de vida del otro, hay un círculo que se cierra. Hay un anhelo de fraternidad por sobre la diferencia, y ese anhelo conmueve. El Indio no lleva a El Flaco para reírse de él, El Flaco no va para desarmarle el orden a El Indio: van porque se quieren. Son siempre, y nunca dejan de serlo, dos viejos amigos a los que la vida separó, que optaron por caminos distintos frente a la modernización noventera, pero que se encuentran en el escenario y no se niegan a la realidad evidente: se quieren y cada uno es necesario para el otro.
Entonces no lo entendíamos, pero hoy lo sabemos. Hoy sabemos que los créditos a los que se sometieron nuestros padres los empobrecieron, sabemos que nuestros títulos nos endeudaron y no nos van a salvar de la pobreza. Sabemos que a pesar de lo cultos que somos (o que aspiramos a ser), no somos de clase media. Sabemos que por más que queramos distinguirnos de los flaytes, a los ojos de esta sociedad somos tan flaytes como ellos. Por eso hoy cada vez que volvemos a ver un video de Dinamita Show sentimos que en todo este camino andado perdimos a algunos de los amigos con los que jugábamos a la pelota, a alguna de esas amistades de algún modo inadecuadas a ojos de nuestros padres, perdimos el acceso a ese ingenio popular del que El Flaco es portador; perdimos el poder hablarle al flayte de igual a igual. Lo que el afecto logra en el espectáculo de Dinamita Show, cerrar la fractura cultural del mundo popular, es un desafío que tenemos por delante. Dinamita Show es una invitación a intentarlo y por eso en su espectáculo hay más sociología y más política que en todas las rutinas de Coco Legrand.
* Profesor de Historia y Geografía. Ajedrecista.
Profesor de Historia y Geografía.
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Notable.
Me gusto mucho el articulo, muy inteligente.