Se dio fácil la conversación con la gente que, en horas de la tarde, trabajaba en “El Zapatito”.
El Zapatito es un bar-restorán ubicado en la esquina de Camino a Rinconada con Las Heras, a un costado del Templo Votivo de Maipú.
La conversación se dio fácil, decía, con ellos.
Con los otros, con los parroquianos, se dio un poco menos fácil. Las palabras se aglutinaban en nubes de alcohol que, en determinados momentos, tocaban superficies delicadas. Aunque con cierto retardo, los rostros pasaban plásticamente de la alegría a la desonfianza y el resquemor.
Pudimos hablar con Lilian Barrales, hija de la dueña y quien estaba a cargo del local en ese momento. Ella dio todo el crédito del negocio a su madre, quien lo arrienda desde cuando enviudó.
Lilian nació en calle Chacabuco, pero se trasladó junto a su familia hasta el campamento “Santa Clara”, donde hoy está el nudo vial Américo Vespucio-Camino a Melipilla, al lado del Liceo de Maipú, cuando todo se vino abajo con el terremoto del ’85. Luego “recibieron casa” en la villa San Luis, donde viven ahora.
Buena parte de los clientes viene también de allá. Gente adulta, mayormente; que celebra cumpleaños, matrimonios, y oye “cumbia y Los Charros del Lumaco”.
De eso hablábamos con Lilian, cuando exclamó:
“Ve, acá está Elvis”. Y atajó a un parroquiano que pasaba por ahí o vino a nuestro encuentro.
“El rey de los cura’os”, dijo este.
“¿Le dicen Elvis?”, pregunté.
“No, me gusta Elvis”, respondió.
Más tarde, en la mesa en la que compartía con otros dos, tendría yo ocasión de oír una apología suya de aquel cantante.
Antes había ahondado, de manera drástica, en un problema que lo aqueja:
“Yo me muero en cualquier momento”.
Tiene una afección al pulmón. Crónica, y que atribuyó a su trabajo en el rubro de la construcción.
Trabaja seis meses y ahorra, y el resto del año disfruta el dinero, dijo.
Era delgado, se notaba que había sido un hippie –aventuremos-, bien parecido y gozador, esto último de acuerdo con sus propias referencias.
Pero no se había cuidado de joven. Esa fue una especie de moraleja en la que concluyó esa parte de la conversación. La conversación, en general, era interrumpida brusca y recurrentemente por chistes espetados con gracia, con entusiasmo (actuados), y con participación de los circunstantes.
—Había un hombre que trabajaba en la feria, y tenía un caballo… más flaco que yo.
—¡Estaba más cagado que el otro…!
—Jajajá.
—Puras costillas el culiao… Enchapado en cuero…
Ya pos… Llega un amigo y dice: Compadre, ¿y ese caballo que tenís al lado?
—Caballo de Carrera.
—A’onde la viste conchetu… Sale.
—Es de Carrera, hueón— le dijo.
—A’onde la viste, el caballo se cae de raquitico ya…
—Te apuesto gamba.
—Ya pos.
— ¡Carrera! —gritó el hombre—, ¿el caballo es tuyo, cierto?
Exdirector del Diario La Batalla de Maipú.
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