La semana que cumplí 12 años ingresé a una Tropa Scout que funcionaba detrás del Templo. Ese hecho tuvo un hito que con los años fue tomando mayor importancia: esa tarde de sábado, conocí a quien sería mi amigo por los próximos 23 años.
Los años 90 fueron de una estética y una cultura que quedó grabada dentro de la generación de los que vamos en recto camino hacia las cuatro décadas y fue la banda sonora perfecta para ese pedazo de la vida en que uno va buscando su identidad. Fue en esos años que nos conocimos con Mauri, siendo parte de un grupo scout. A las pocas semanas ya éramos derechamente amigos, con ese nivel de amistad que los hombres aprendemos a cultivar en la adolescencia, o sea, compadres.
Siempre pensé que el hecho de tener la misma edad (dos meses de diferencia tenemos) nos acercó, pero en honor a la verdad, creo que fue nuestra sencillez y los resabios de infancia que aún no superábamos, a diferencia de la mayoría de nuestros compañeros que ya estaban cambiando la voz y estrenando mostachos. Mucho de ese púber con cara de inocente se mantuvo hasta que fuimos adultos, siempre confiado y llano al ser humano, arriesgando que se aprovecharan de él. Por el contrario, esa fue una característica inconfundible de quien hablamos desde hace un tiempo como “el mejor de nosotros”.
Conversador de categoría, hacer la cimarra (ya sea del colegio, la universidad o nuestros adultos trabajos) e ir a visitarlo era un lujo algo escaso en los tiempos que corren, donde todos velan por su propio interés y la conversación amena dejó de ser una inversión de tiempo para transformarse en un rato perdido.
Estudiante de uno de los pocos colegios maipucinos donde uno podía ir con pelo largo, de quinceañero ya cultivaba su impronta medio de brujo, medio rockero, medio campista eterno. Como siempre preparado para una fogata, prestar los primeros auxilios a un perro o para ir a una tocata.
Crecimos juntos en la música, compartiendo primero el gusto por Nirvana, donde debo reconocer que fui introducido por él gracias a su muy completa colección de bootlegs en cassette que poseía. Luego tuvimos nuestros primeros acercamientos con el folklore gracias a dos cassettes: uno de Patricio Manns que me pertenecía y otro de Arak Pacha que era de la colección de su madre. No enganchamos mucho con ambos álbumes (aunque mis primeros escarceos con el canto fueron sacando los temas de Manns) pero sí enganchamos con los Jaivas un par de años después.
Cuento esta anécdota por lo fundamental que fueron los Jaivas en nuestra música que haríamos por separado y juntos en los años posteriores. Todas estas experiencias musicales las hacíamos en su casa de pasaje Rosalía en el sector de San Martín con avenida Chile, que siempre fue punto de encuentro para los amigos. Más jóvenes, abusando de la hospitalidad de sus padres y luego ya derechamente haciendo asados o compartiendo una cerveza con todos, como se hizo costumbre en esa época cuando recién pasábamos los veinte.
El Mauri siempre fue alguien que agrupó a mucha gente a su alrededor de manera natural. No diría que fue un líder pues su sencillez fue contraria a tomar el protagonismo, pero sí fue el de la última palabra y a quien muchas veces pedí consejo por su objetividad y calidad humanas de altísimo nivel.
Desde niño fue un amante de la guitarra. Su primera eléctrica fue una Samick que compró con ahorros y pololitos de escolar. Aquella guitarra lo acompañó hasta los primeros años de nuestra banda Alawaite, remozada con una ilustración de Giger en la máscara. También debo mencionar en estos primeros años la guitarra Mezko propiedad de su madre, la señora Yolie, que fue compañera de tardes y noches sacando acordes y de aquellos primeros días alawaitinos. Esta guitarra de palo, la Mezko, pasó a ser parte del inventario años después en la veterinaria.
Podría ocupar páginas y páginas hablando de quien fuera uno de mis mejores amigos de la vida (y más que seguro que en el otoño de mi vida lo haré en forma de libro) pero por ahora quisiera compartir un recuerdo de antes que fuera el Mataperros con manta y sombrero.
En el verano del 2004 estuvimos vendiendo cachureos en las ferias y a raíz de lo mismo decidimos irnos a la playa a vender artesanías. Compré un par de lucas de aritos a unos bolivianos para revender pero él prefirió crear sus propios productos. Así nos embarcamos un día lunes lo más temprano posible en un bus rumbo a Quintero con algunos ahorros, muchos aros, collares y pulseras y una armónica para cada uno.
Para otra ocasión dejaré los pormenores de las ventas (paupérrimas ganancias nos dieron) pero esa precaria situación nos dejó experiencias inolvidables. Así una tarde tuvimos que decidir si almorzar o guardar las lucas para un vino nocturno. Engañamos al hambre con unos panes con mortadela y en la noche salimos abrigados por fuera con chaquetas de cuero y por dentro con un generoso botellón.
Nos sentamos en el sector de la playa Las Conchitas, debajo de la luz tenue de un poste (como en una película de los 50) a cierta distancia a llorar nuestra pobreza a través de las armónicas, instrumentos que de por sí tienen una carga melancólica cuando se tocan sin otro acompañamiento que la noche. Se nos acercó un flaco pelilargo (al igual que nosotros en esos años) que nos ofreció cigarros y compañía.
Nos contó que tocaba en un pub con una banda de covers y nos invitó a verlos: él y sus compañeros de banda fueron nuestros ángeles guardianes por los tres o cuatro días más que nos quedamos en la zona, dándonos almuerzo en las tardes (almuerzo que guardaban de su convenio con el bar que los albergaba) y siendo generosos con las botellas de pisco en la noche. Más allá de lo cómico de nuestra condición, que al tercer día nos tenía sólo con el dinero del bus de vuelta, tuve la fortuna de compartir este viaje sin más adorno y entretención que nosotros mismos.
Ahí pude conocer lo que sería el Mauri hombre: un corazón noble con una sonrisa tan sincera que no sólo abría puertas y derribaba las corazas de las personas grises, sino que también irradiaba una luz que quedaba en lo profundo de quien lo escuchaba. Esa capacidad de conversar con cualquiera que necesitara ser escuchado dejaba a la otra persona con una sensación tan agradable que su recuerdo difícilmente se borrará.
Así eras hermano, un chamán de otra época, un peñi exiliado de un mundo donde cada persona, cada rostro era una historia por escudriñar, por conocer. Y tú poseías aquella llave ya olvidada, la llave que abre todos los portones humanos y lograste prender con un abrazo, una sonrisa, una palabra, todos los fuegos extinguidos o a medio morir.
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Siii nunca jamás se olvidará , Soy una afortunada ..recibí tantos concejos de el Mauri feliz de haberlo conocido siempre en el corazón.