Desde que tenemos uso de razón nos han enseñado que septiembre es el mes de la patria. El noveno mes del año se caracteriza por el cumpleaños del país (además del golpe de estado de 1973).
El frío invierno comienza a matizar en temperaturas primaverales. Los árboles comienzan a florecer y el sol, hasta entonces tímido, comienza a golpear con mayor intensidad. En la memoria colectiva emerge la empanada de pino, descomunales dosis de alcohol y asados a la orden del día. El mes de la patria es el mes de la juerga. Constituye la fecha de celebración más importante del año.
Los chilenos en general somos poco dados al festejo. Más bien hemos sido socializados en una cultura judeocristiana poco favorable al placer. El entretenimiento entendido como bacanal, marcada por el hedonismo puro, es tipificado de pecado. El libre ejercicio del cuerpo es impureza y perversidad. Nuestra tradición ha consagrado las conmemoraciones como efemérides cargadas de rictus, parquedad y reflexión.
Chile en realidad es un país oprimido y estresado. Lo confirmamos comprando como animales toda clase de antidepresivos y ansiolíticos. Los chilenos promedio trabajan más de 45 horas semanales, en contraste, en Francia, por ejemplo, los contratos a tiempo completo no superan las 35 horas por semana. Paulatinamente hemos ido descontando días feriados al calendario. Durante la colonia 1 de cada 4 días al año era no laboral.
Somos uno de los países mas desiguales del planeta, una constante que en parte explicamos por cierta mentalidad colonial, aún presente en nuestro disco duro colectivo. Esto se manifiesta en la forma como se hereda la riqueza y la pobreza. Algo no muy distinto al antiguo régimen de patrones e inquilinos.
Somos un país insano. Chile es un país atontado por la utopía del consumo. Una felicidad tanto o mas ficticia como el socialismo que tanto repele. Los chilenos viven endeudados, en la búsqueda de una plenitud que no existe. Detrás del estatus materialista, solo se consigue una imagen de felicidad, imagen en LCD, en perfecta nitidez, pero inverosímil…
En definitiva, tenemos un cóctel de neurosis marcado. Ciudadanos oprimidos ya sea por el trabajo, la marginalidad o la frustación. Las fiestas dieciocheras entonces se transforman en el trance ideal para la expurgación. Una explosión necesaria y hasta cierto punto, inevitable.
El 18 de septiembre de 1810 festejamos la emancipación del patriciado mercantil de la zona central. Los vecinos de Santiago liberalizan la economía y llegan a la cumbre del gobierno. A esta fiesta hemos llegado tarde, no nos pertenece. ¡¿Pero qué importa?!
Tenemos el derecho a celebrar, el esparcimiento es tan importante como la producción. Cooptemos una fiesta ajena y hagamosla nuestra, simplemente porque nos hace falta.
Llama la atención que Chile no posea un carnaval nacional. Por definición, los carnavales son espacios de catarsis colectiva, en los cuales los roles sociales se invierten. Los príncipes se transforman en mendigos y los mendigos en príncipes. Quizás el peso de la noche ha sido tan fuerte que ha impedido la mínima dosis de trasgresión.
Por lo tanto, esta semana constituye un merecido de asueto. Festejemos, con la tranquilidad de tener un derecho ganado, no por lo mucho que nos entrega este país, sino por lo mal que estamos el resto del año
* Profesor de Historia y geografía. Maipucino.
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