La dictadura de Pinochet canceló la ciudadanía, favoreció la despolitización de la sociedad y la municipalización de la participación social con el objetivo de excluir de las grandes decisiones políticas al pueblo, esto es, del Gobierno y el Parlamento. También, desmanteló el Estado de compromiso social, sus empresas públicas y organismos de gestión como la Corporación de la Vivienda y la Corporación de Mejoramiento Urbano. Simultáneamente, liberalizó el suelo urbano e implementó un sistemático programa de erradicaciones que expulsó a miles de familias populares de comunas de altos ingresos a las zonas sur y poniente de la capital, profundizando la segregación y desigualdad. Estos “golpes” políticos, económicos y sociales al pueblo dieron origen a una ciudad fracturada, donde una minoría privilegiada vive como en el “primer mundo” y la mayoría lo hace como en el “tercero”, creando a su vez, ciudadanías de primera y segunda categoría.
Los gobiernos de la transición no solo no revirtieron este modelo de injusticia social, sino que lo legitimaron y profundizaron. La participación ciudadana siguió alojada en asuntos menores o limitada a la mera consulta, como lo es en el Consejo Nacional de Desarrollo Urbano. La privatización y desregulación del mercado inmobiliario fue llevada al extremo. Las enormes utilidades que retiraron las empresas fueron a costa de profundas heridas a la ciudad, como en los casos de las casas COPEVA, Bajos de Mena o las Torres Híperdensas, mal llamadas “guetos verticales”. Hoy la brecha entre los estándares de vida de la población de las comunas de altos ingresos y la de bajos es casi absoluta.
Revertir este proceso de exclusión e injusticia social es democratizar la ciudad, y para ello, una primera medida fundamental es establecer en la nueva Constitución el derecho a la ciudad, en otras palabras, que el nuevo Estado de Justicia Social garantice el derecho a la ciudad implica lo siguiente: participación ciudadana genuina en las grandes decisiones políticas que afectan el desarrollo de las ciudades, participación del pueblo, a través de entidades y empresas públicas, en la producción material de la vida urbana, y el acceso universal al estándar de vida moderna de la ciudad que supere las brechas que se vivencian por razones de género, clase o etnicidad.
Esto quiere decir que, la ciudadanía tendrá derecho a influir en las políticas urbanas y de vivienda a través de los gobiernos locales, comunales, regionales y nacional, así como, en las empresas públicas que en los hechos produzcan ciudad, y, finalmente, tendrá derecho al bienestar social de la vida urbana, esto es, servicios básicos y equipamiento urbano.
Democratizar la ciudad implica llevar ciudad donde no hay o es precaria, es decir, asegurar a cada tipo de familia sin importar su configuración o su nivel de ingreso el acceso al agua potable, el alcantarillado, la electricidad y luz eléctrica, al transporte público; internet para el estudio y trabajo; parques y áreas verdes; servicios de educación y salud públicos; espacios para la vida social y ciudadana, como sedes y plazas; lugares para el deporte y la recreación, como canchas y gimnasios; espacios públicos seguros, bien iluminados y con un uso intensivo de las personas. De esta forma, cada barrio asegurará un estándar de vida digno a sus habitantes, es decir, la ciudad dejará de profundizar la desigualdad y comenzará a generar justicia social.
Este texto es parte del Programa Constituyente de Doris González. Versión completa aquí.
[Imagen: Voces en lucha]
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