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En materia de aborto nuestro país es conservador, en buena medida porque somos gobernados por una clase política mucho más conservadora.

Hace algunas semanas el país se estremeció cuando conoció el embarazo de una niña de once años, en Puerto Octay, a manos de su padrastro, después de reiteradas violaciones.

La opinión publica, ante la bestial situación se ha explayado en condenar al victimario y compadecer a la victima (menos su propia madre). Se han escuchado voces referentes a reponer la pena de muerte y permitir el aborto para mejorar el futuro de la joven ultrajada. Casos como los de Puerto Octay sirven para remecer emociones y reflexionar sobre debates que la sociedad censura o simplemente olvida.

En materia de aborto nuestro país es conservador, en buena medida porque somos gobernados por una clase política mucho más conservadora que la sociedad a la cual dice representar. Esto sintomatiza la falta de representación de nuestras autoridades (particularmente en el legislativo).

De buenas a primeras, el asesinato de cualquier ser humano es un crimen condenable. Conforme a este principio, el aborto parece ser una abominación que la sociedad debe empeñarse en castigar.
Si bien es posible consensuar la inviolabilidad de la vida humana, la pregunta del millón consiste en descifrar desde cuándo empieza la vida humana. Es decir, desde qué momento comenzamos a hablar de un ser humano sujeto de derechos fundamentales, entre ellos, el de la vida. Los países han ofrecido diversas respuestas a este dilema.

La visión más conservadora, entiende que la vida humana comienza desde la concepción, es decir, la fecundación misma, aquel instante primigenio en que óvulo y espermatozoide se unen para formar una nueva célula llamada mórula. A partir de este momento el ser humano existe como tal y cualquier intervención tendiente a eliminarlo resulta abominable y criminal. Esta idea se recarga con una concepción religiosa de la realidad, mediante la cual Dios se transforma en el único ente con autoridad para decidir sobre la vida y la muerte. Visión imperante en la legislación chilena.

Existe por cierto una visión opuesta a la anterior. En países como Cuba o Puerto Rico, el Estado permite e incluso financia las interrupciones de los embarazos en cualquier etapa de la gestación. Es decir, el aborto es legal y abierto, no obstante existe la obligación de registrarlo y asesorarse por médicos especializados. Para los países abortivos, la vida humana, cuyo derecho a supervivencia es inherente, comienza desde el parto.
Los movimientos feministas, dicho sea de paso, desde sus orígenes han defendido el derecho de las mujeres para decidir sobre su maternidad. Ellas han comprendido la gestación como un proceso cuyo término lo decide la mujer, amparándose en la autonomía que cada cual tiene con su propio cuerpo.

Existe una tercera visión, por así decirlo, intermedia. En países como España o Uruguay es legítimo interrumpir el embarazo dentro de las primeras 12 semanas de gestación. En consecuencia, aborto es legal, pero hasta un limite de tiempo. Se fundamenta esta postura tomando como antecedente el desarrollo biológico del embrión, después de las 12 primeras semanas existe sistema nervioso central, por lo tanto, nos encontramos con una función básica para humanizar a la criatura, puesto que sentiría dolor y adoptaría fisonomía humana, concediéndole de paso el derecho a la vida. Recordemos que la mortalidad en mujeres que interrumpen su embarazo hasta los 3 meses de gestación es de 2 casos por cada 100 mil intervenciones, sin embargo la mortalidad de mujeres que dan a luz es de 8,7 casos por cada 100 mil nacidos vivos. En otras palabras, el aborto español es mas seguro que la propia maternidad.

Un país civilizado debe ser capaz de debatir en torno al aborto, anatemizar un tema resulta una ofensa a la propia democracia. No se puede tapar el sol con un dedo, en Chile se realizan 300 mil abortos anuales. Sabemos que hay mujeres dispuestas a romper la ley, arriesgando incluso su integridad, en clínicas ilegales; otras no tienen la posibilidad siquiera de decidir, por carecer de recursos o autonomía (el 80% de las mujeres victimas de abuso sexual son menores de 15 años); en cambio hay un número reducido de mujeres que pueden incluso salir del país para acceder a una clínica abortiva legal. El aborto entonces es un nuevo y gigantesco caso de hipocresía nacional, similar a la antigua anulación matrimonial. Mucha gente lo hace y lo estima necesario, por lo tanto, al menos resulta sano sincerarlo y discutirlo como opción.

El aborto comúnmente es tergiversado, interpretándose como la solución definitiva a los problemas de fecundidad indeseada. Ningún estadista que se precie de tal puede suponer que existe una solución única a problemáticas multicausales. Si el país piensa en planificación familiar, el camino resulta diverso, complejo y caro. Pero ninguna opción puede ser descartada a priori y es deber del estado (en tanto garante del bien común) ofrecer alternativas que apunten a mejorar la vida de los ciudadanos. Dicho sea de paso, el embarazo adolescente es uno de los principales flagelos responsables de reproducir el círculo de la pobreza. En Chile el aborto es uno de esos temas cuya verdad parece revelada como un dogma, castrando todo tipo de debates.

Un apéndice del aborto es adosarle al apellido terapéutico. Aquel aborto no entendido como decisión soberana de la madre, sino una encrucijada médica en la cual los facultativos optan entre la vida de la madre y de la criatura de sus entrañas. Se puede extender a fetos cuya vida es inviable y a casos de violación. Hasta el año 1989 el aborto terapéutico era explícitamente permitido en la legislación sanitaria, hoy es una norma suprimida. Sin embargo en el quehacer médico se ejecuta diariamente. De vez en cuando, el drama de una niña revive un debate que nunca llega a producirse realmente.

Es tiempo de ponerse los pantalones y atreverse a cuestionar el statu quo. No hay que dejar que la discusión se jibarice en el aborto terapéutico. Un país que no piensa sus problemáticas, es un país condenado al marasmo y la injusticia.

* Profesor de Historia y Geografía. Maipucino.

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