Los países no pueden seguir sacralizando episodios del pasado sin someterlos al escrutinio y posterior resignificación. Aquello que pudo ser épico para una generación, se convierte rápidamente en anacrónico para la siguiente.
Hace pocos días fuimos testigos de la celebración de los 25 años del Plebiscito que cambió en buena parte el panorama político de nuestro país. Siguiendo fielmente el cronograma marcado por la Constitución de 1980, el país se vio en la encrucijada de elegir si continuaba por ocho años en el poder el general Augusto Pinochet, con un SI, o si como nación nos abríamos a elecciones libres al año siguiente, votando NO.
La opción NO se impuso con el 54% de las preferencias, sin embargo el SI se ubicó con un no despreciable 43% de votos.
En primer lugar se trató de un acontecimiento pactado con la dictadura, en rigor fue una iniciativa emanada de la misma. Las condiciones del plebiscito eran lo suficientemente controladas que prácticamente no tuvo importancia quien ganara. El país seguiría con un sistema político, económico y social, sin mutaciones. Ese fue el objetivo que se trazó Jaime Guzmán a la hora de construir el modelo constitucional en los albores de la década del ochenta.
Prueba de lo anterior la encontramos en la tenaz resistencia de la dictadura al único intento político que escapaba a su control. En el año 1985, el entonces arzobispo Juan Francisco Fresno sirvió como interlocutor entre sectores de la Alianza Democrática de centro (oposición política no marxista) y la derecha menos participativa del régimen (una derecha liberal) para consensuar algunas reformas tendientes a democratizar una salida al régimen. Se llamó Acuerdo Nacional, entre las medidas propuestas estaba la elección total de los representantes al Congreso, el termino del exilio y estados de excepción. La respuesta de Pinochet hizo fracasar absolutamente el proceso. Nada podía ocurrir fuera de la iniciativa y control del régimen de facto.
Por otro lado, y no menos importante. Los países no pueden seguir sacralizando episodios del pasado sin someterlos al escrutinio y posterior resignificación. Aquello que pudo ser épico para una generación, se convierte rápidamente en anacrónico para la siguiente. Esto no se trata de olvidar o restar valor al pasado, mas bien de construir sobre él, despejando los mitos que actúan como cantos de sirenas. Es indispensable aggiornar los relatos políticos. No hacerlo implica el mayor riesgo posible para un político, no representar a su electorado actual.
Simplemente porque quienes sacralizan el pasado no representan al Chile de hoy, representan un país que ya pasó. Quienes tenemos menos de 30 años no vivimos en dictadura, para nosotros carece de sentido épico-biográfico haber luchado contra el régimen. Nosotros nacimos en una democracia imperfecta y nuestra épica es cambiar lo que tenemos. En ningún caso festejar victorias tibias, que sentimos ajenas.
La conmemoración del plebiscito de 1988 no es una victoria de la Nueva Mayoría, más bien constituye la principal señal de su fracaso, el fracaso de llegar tarde 25 años a la historia. Es no entender un principio básico de la política, las elecciones se ganan hablando sobre el futuro, no sobre el pasado.
* Profesor de Historia y Geografía. Maipucino.
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