1964 fue, sin duda, el año de Eduardo Frei Montalva. Llegó a La Moneda lleno de fe y de esperanza. Había conseguido ganar con el 56 por ciento de los votos. Creo que intuía que había llegado la hora de su liderazgo, porque, donde se hiciera presente, en el norte, en el sur, entre los campesinos o en las poblaciones, su figura iluminaba la escena política.
La Marcha de la Patria Joven había sido un acto impregnado de misticismo, de un ritualismo casi religioso, y algo desconcertante para sus adversarios. Esta fuerte adhesión le infundía seguridad y prestancia. En Estados Unidos había manifestado sin ambages que si estar en la izquierda era estar con el pueblo, con los trabajadores, con los pobres, en su lucha por la justicia, entonces la Democracia Cristiana y su programa estaban en la izquierda. Y lo estaban, a juzgar por las reformas que se proponían emprender.
El gobierno de Frei fue el primero en reclamar rango constitucional para los derechos económicos y sociales. Cuando sólo la Constitución italiana de 1948 sentaba el precedente de hacer de Italia una república democrática fundada en el trabajo, el proyecto de Frei propugnaba los derechos de los trabajadores a percibir un salario ético, de acceder a las prestaciones de salud, de ser amparados por la seguridad social, de asociarse libremente y de ejercer el recurso de la huelga. Ya en ese tiempo, a sólo quince años de la proclamación de la Declaración de los Derechos Humanos, la propuesta consignaba asimismo los derechos a la educación, a la participación, a la defensa jurídica y al debido proceso administrativo.
Correspondía al Congreso, en quien descansaba la facultad constituyente, aprobar el proyecto presentado en noviembre de 1964. Algo que sin embargo nunca hizo. La oposición siempre había temido que las transformaciones en curso favorecieran a los democratacristianos, y por eso había dilatado su trámite en el Parlamento. Desde la derecha se le imputaba al Ejecutivo que sus políticas perjudicaban a las clases medias. Desde la izquierda, a meses de instalado el gobierno, el propio senador Allende criticaba que el triunfo de la Democracia Cristiana era la victoria sucia de un partido burgués, pro capitalista, pro imperialista, émulo de una sociedad comunitaria que no existía en ninguna parte del mundo, y que tenía el tupé de vestirse con ropajes revolucionarios.
Por eso, lo que al final se aprobó fue otro texto que —en medio del fuego amigo, como el que concluyó en la ruptura del MAPU, y no sin condiciones— Frei se vio obligado a enviar el año 1969, cuando aún vivían el general René Schneider y el ministro Edmundo Pérez Zujovic.
(Imagen: (CC) Biblioteca del Congreso Nacional de Chile).
Doctor en Ciencias Políticas y Sociología, U. Complutense de Madrid. Ha sido director de la División de Relaciones Políticas e Institucionales del Ministerio Secretaría General de la Presidencia y asesor legislativo del Senado de la República. Académico de la USACH. Miembro de la Comisión VI Congreso del Partido Demócrata Cristiano y autor del libro “La Democracia Cristiana y el crepúsculo del Chile popular”.
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